I
La luna caía muerta, pálida y muerta, sobre el ojo salado de la laguna. En el desierto de blancura espectral el alba apenas insinuada, prendía un leve tinte rosado. Y allá distante, casi en el filo del agua, se movía la figurita oscura de un hombre. Por eso fue que se inquietó, qué caracho tenía que hacer nadie en las salinas sin que él no lo supiera, si para eso don José Ramagi le había dicho: Me voy a San Rafael a ver a un abogado, estos hijos de su madre, los gringos, me quieren enredar ¿se da cuenta, don Alejo?, usté se me queda de guardia y ¡ojo al tigre!, nadie pone un pie aquí, cuarenta años que los Ramagi vivimos sacando sal de estas salinas, desde que mi abuelo las vino bautizando como Salinas del Diamante ¿se da cuenta, don Alejo? ¿Qué sucedía ahora? Y vio clarito al hombre que manejaba un aparato extraño y clavaba largas estacas en hila que iban quedando como pestañas en el ojo blanco de la laguna. Había mirado hacia todas partes, nada. A su espalda, las parvas de sal de la última cosecha, más altas que los techos de los galpones. Y delante solo el muñequito ese jalonando la línea del horizonte. ¡Ya está!, este no era ladrón de sal como tantas veces había ocurrido, este se traía otra cosa. Y con la pala de puntear al hombro se echó a andar por el silencio duro de las salinas hacia el boquete del alba.
IVERNA CODINA
Los guerrilleros
Ediciones de la Flor